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por Andreas Madsen

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Bocetos de la Patagonia vieja

LA LUNA DE MIEL DEL "PIONEER"

por Andreas Madsen

En uno de mis viajes a la costa acerté a llegar a Santa Cruz un par de días después de haberse casado Bobby, uno de mis más viejos amigos, y él y Annie andaban muy atareados en los preparativos del "viaje de bodas", atando sus bártulos para trasladarse al futuro hogar, mitad camino a la Cordillera y a unas cuarenta leguas de Santa Cruz.

Más de un lector dirá: "¿Y con eso? ¿qué son cuarenta leguas?" Cierto es: hoy día, con autos y buenas carreteras, nada representan. Pero en aquellos tiempos eran cuarenta buenas leguas. Apenas había huella abierta por unas pocas carretas de bueyes; los únicos vehículos disponibles eran los de buey o caballo, y no existía un solo hotel para pasar la noche. Se extendía sin límites la pampa, y en toda la ruta solo se encontraría una pequeña hacienda, más o menos a mitad de la travesía.

Como para volver al Viedma tuviera yo que hacer la misma ruta que ellos, convine en esperar un par de días para acompañarlos pues no me gustaba andar solo y siempre podría darles una mano. Yo viajaba liviano, con solo dos caballos. Había venido a la costa para cargar mis carretas de bueyes con provisiones de invierno; presencié su partida de Paso Ibáñez, lo que no era tan fácil, pues los carreteros —generalmente chilenos— solían emborracharse y volverse pendencieros. Con una mezcla equitativa de diplomacia y de persuasión física, logré verlos bien encaminados y los seguí durante un día para asegurarme de que ninguno volvería al boliche.

Cuando regresé a Paso Ibáñez, Bobby tenía su carro listo para salir al siguiente amanecer, con impresionante carga de baúles, muebles, provisiones y demás equipos; parecía un rascacielos en miniatura. "¿No tiene miedo de sentarse encima?", le pregunté; a lo que se rió, pues era hombre que nada temía.

Lo había amarrado todo muy seguramente, y una vez encerrados los caballos en el corral, para que no pudieran alejarse en la noche, nos fuimos al boliche, o —con perdón— al "hotel", y a un "hotel de veras", ya que disponía de once piecitas con dos camas para huéspedes. Allí estaba Annie —Dios la bendiga— preparándonos una cena agradable y completa, algo como una despedida a la civilización, todo decente y en orden. En cualquier otra circunstancia Bobby y yo habríamos celebrado la partida en la forma bullanguera que solíamos.

A la mañana siguiente nos pusimos en marcha. Los caballos —en su mayoría chúcaros— nos dieron mucho trabajo, pero concluimos por asegurarlo todo. Yo me les prendí a los delanteros hasta que Bobby pudo encaramarse al tope del carro y empuñar las riendas, lo que constituyó toda una hazaña de acrobacia, pues algunos caballos querían disparar. Cuando me gritó "Suelte" me eché a un lado, y allá partió entre coces y corcovos el carro arisco, sacudiéndose sobre la pampa. Pero la mano de Bobby era fuerte, y pronto lo tuvo dominado. Nadie más capaz que él para manejar un tiro completo de carreta, pero a no estar la carga tan bien amarrada, todo se habría desparramado por la pampa.

Tras de la carreta venía Annie, en un break [1] conducido por el viejo Cameron [2], socio de Bobby, y yo cerraba la marcha a caballo.

Todo anduvo bien ese día e hicimos unas cuatro leguas, después de lo cual tuvimos que acampar temprano, pues los caballos de tiro comenzaban a cansarse con el excesivo peso de la carga. Elegimos un sitio agradable, junto a gruesas matas de calafate, y una lona tendida contra el viento entre las ruedas, junto con una capa para techo y protección de la carga, procuraron un abrigo bajo el carro, donde Annie preparó su lecho. Cameron y yo nos instalamos con nuestro apero junto al fogón.

Luego de comer comenzaba a oscurecer cuando oímos a alguien que llegaba cantando, y tuvimos la sorpresa de ver a nuestro amigo Albert, quien, con un alemán Herman, y tropa de vacunos y equinos, se había establecido al sur del lago Viedma. Albert venía bajando con carreta de bueyes y este encuentro tuvo lugar en el mismo punto donde al bajar lo encontrara yo buscando sus bueyes extraviados durante la estada en Santa Cruz. Era un optimista, y confiado en dar enseguida con sus animales ni había ensillado el caballo, con lo que montaba en pelo; llevaba ya seis días de búsqueda, pero al fin había encontrado los bueyes en el camino a San Julián.

Después de brindarle un par de mates, Annie le preguntó: "Pero ¿ha comido usted?" Albert se río y contestó: "Sí, pero hace seis días." Annie lo miró perpleja, y luego nos miró a nosotros; yo le expliqué que lo había encontrado al bajar y que desde entonces andaba buscando los bueyes. "Sin embargo", añadió Albert, "no quiero decir que no haya comido algo en todo ese tiempo; pude agarrar un par de "piches" y los asé, pero hace realmente seis días que no veo una comida de verdad". Annie corrió a la carreta y volvió con un canasto lleno de fiambres, pollo asado, etc., y le pasó una pata de pollo con una rebanada de pan: "Pues ha de tener usted hambre, válgame Dios". Ahora bien, Albert era joven y vigoroso como un "viking", y normalmente tenía el apetito común a un mocetón en buen estado de salud, pero ahora, tras seis días de abstinencia, admitió que estaba con apetito, y cuando Annie iba a pasarle otra presa se le adelantó diciéndole: "no se moleste, señora; me puedo servir yo". Con lo que se apoderó del canasto y procedió a aliviarlo concienzudamente de su contenido.

Annie contemplaba esa devastación con el corazón oprimido. Había calculado cuidadosamente el canasto, que debía alcanzarnos hasta destino, para no desempaquetar cacerolas y sartenes; sin embargo, estoy seguro de que ni un momento pensó en mezquinar nada. "Mil gracias, señora; cuánto gusto me ha dado esto", dijo Albert devolviendo finalmente el canasto, que Annie llevó al carro.

Después de alguna plática, Bobby y Annie se retiraron a su alcoba nupcial debajo del carro, Cameron y yo nos tendimos junto al fogón, y Albert hizo lo mismo cubriéndose los ojos con el gorro que constituía su único apero. Y todos dormimos el sueño del justo.

Todo siguió bien. Los caballos de Bobby se acostumbraron a la caravana y no nos daban ya trabajo de mañana. Al cuarto día nos salió al encuentro otro poblador de Viedma, Bill Downer, con carga de lana. Ahora bien, la única preocupación de Annie constituía el problema de nuestra ablución matinal, pues Bobby había descuidado dejar afuera una palangana, y por más que siempre acampáramos junto a algún manantial, era molesto lavarse sin el utensilio. Felizmente yo tenía en mi equipo una vasija o tazón de lata, bueno para cocinar puchero, café o lo que fuese; se lo ofrecí a Annie, y mal que bien resolvió el problema, aunque nunca comprendimos como se las arreglaba para lavar en él y tenerlo siempre reluciente. Bobby y yo no nos preocupábamos mucho de nuestra toilette, y Annie siempre nos reconvenía al respecto.

Pues bien, el encuentro con el viejo Bill nos dejó muy mal parados, pues habiendo sabido de nuestro arribo había galopado la noche antes a un boliche sobre el río Chico para comprarse un traje nuevo completo, hasta con chambergo gris. Así, cuando Bill fue presentado a Annie aquella mañana, vestía como un verdadero dandy y estaba "penosamente limpio". La consecuencia no se hizo esperar: "Ustedes siempre dicen que no se puede estar limpio en la marcha; pues ahí tienen a este caballero limpio como es debido por más que lleve una quincena de días desde la Cordillera."

Tuvimos que agachar la cabeza pues no podíamos desenmascarar al amigo; tan solo el viejo Cameron se atrevió a rezongar: "Le hubiera visto las manos ayer, señora".  "No lo creo", contestó Annie; "estoy segura de que siempre anda así". Todos convenimos en la opinión, pues queríamos mucho a Bill, pero este se nos apuntó, así como un tanto en la ocasión.

A los siete días llegamos al pasaje donde debían asentarse Annie y Bobby. Annie había sobrellevado bien la travesía, siempre animosa y pensando en la casa que la esperaba. Y por cierto que no había sido viaje de placer aquél en break abierto, con viento fuerte casi siempre, a veces contra rachas de polvo y arena; pero cuando llegó y vio por primera vez su "casa", se sentó y sollozó amargamente. No era para menos; la casa era un rancho de barro con techo de juncos, tres piecitas sin cielorraso ni piso; los anteriores ocupantes habían sido sumamente desaseados y el contorno era un depósito de basuras; suciedad por dentro y por fuera, y nadie para darnos la bienvenida. Bobby tenía un solo peón, su ovejero, quien estaba ausente recorriendo el rebaño, pues tenía mucho trabajo en el campo abierto, con toldos indios en proximidad y su enjambre de perros de todo pelaje, jamás atados ni vigilados, que vagaban libremente y causaban más daño al rebaño que todos los pumas.

Cuando Annie se hubo desahogado con el llanto, se levantó, y, animosa mujercita que era, puso manos a aquella pocilga, afrontando valientemente la tarea. Los cuatro estuvimos pronto atareados con escobas; agua y escobillón no tenían mucho uso ya que solo había un par de puertas de tablones burdos clavados; en pocas horas de sostenida labor eliminamos de fuera y dentro la mayor parte de los desperdicios, instalamos algunos de los muebles, y en una de las piezas tendimos un cielorraso de lona. Annie insistió en cubrir el suelo desnudo con una alfombra, y como todo lo del carro venía lleno de polvo y arena nos costó mucho limpiar cada cosa. Yo abordé la alfombra, con escoba, batiéndola concienzudamente, y cuando Bobby se me acercó, trayendo algo del carro, le hice un chiste: "pronto le van a sacudir a usted el saco así". Ahora bien, cuando alguien se mete en un apuro es generalmente por descuido, si yo me hubiera cuidado, habría mirado antes si no estaba cerca Annie; no lo hice, y resultó que estaba precisamente tras de mi; enseguida se me incautó de la escoba, y tuve que ir a refugiarme tras el carro, mientras Bobby, trepando en la cúspide de ésta, se desternillaba de risa. Por unos segundos Annie pretendió estar muy enojada, y luego todos nos reímos y continuamos la tarea.

Entretanto llegó el ovejero, y él y Cameron se dedicaron a preparar la comida. A las pocas horas aquel rancho inhospitalario se había transformado en un hogar como sólo una mujer puede hacerlo. Nos sentamos a comer, en mesa con mantel y servilleta de impecable blancura, con Annie en la cabecera, presidiendo como dueña de casa, con la dignidad de una reina en su palacio. Bobby y yo nos presentamos a la mesa tan penosamente limpios como lo había sido Bill cuando nuestro encuentro.

Jamás olvidaré aquella cena, la transformación de la tapera, las paredes de barro hábilmente disfrazadas, alfombras en el piso, la gruesa lámpara colgada de un tirante, alumbrando suavemente todo el ambiente, la mesa bien puesta, y la cena preparada con esmero. La mujer del "pioneer" había llegado a la casa.

Al siguiente amanecer me despedí de mis queridos amigos, con los mejores augurios de felicidad. Aquella casa fue siempre la mía, cada vez que pasé por su huella.

Mucho se ha dicho y escrito de la fibra de los "pioneers" varones; sin embargo su valor es muy inferior al de aquellas mujeres admirables que abandonaron hogar, parientes y amigos, renunciaron a todas las comodidades de la vida civilizada para seguir al compañero, y afrontaron privaciones y penurias, meses —y aun años— sin ver ni hablar a otra mujer; muchas de ellas tuvieron sus hijos sin asistencia médica alguna, solas con el marido; en caso de enfermedad o accidente el médico más próximo estaba a cientos de millas, con camino intransitable y sin comunicación ni correo. Muy pocos, seguramente, pueden hoy concebir el sacrificio de esas olvidadas heroínas, las esposas y madres valientes y leales que tanto contribuyeron al progreso de la Patagonia.

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[1] Break o brake — Tipo de carruaje abierto, usado para domar caballos
[2] Cameron — Camarun en el original

Documento fuente: "Argentina Austral" Año XVII, No. 173, Noviembre de 1945
Original traducido del inglés por T. Caillet-Bois.
Vuelto al inglés por Duncan S. Campbell.
Agradecimientos: Carlos Nuevo (III-2018)
Creado: 1-IV-2018
Actualizado: 1-IV-2018